Por quinientos
Así que Fernando abrió la puerta. Después de todo lo que había pasado, era tranquilizador saber que todo estaba por terminar. ¿Acaso había valido la pena? Talvez no; pero algo había aprendido: robar bancos no era nada fácil. Gustavo, Andrea y Verónica caminaban tras él, sin saber exactamente cómo reaccionar. ¿Felices? ¿Nerviosos? ¿Arrepentidos? No lo sabían. Pero Fernando sabía que tenían que estar decepcionados. ¿Robar quinientos quetzales de un banco? ¿Era ese un gran logro? Eran quinientos quetzales que alguien había dejado mal puestos detrás de las cajas. Fue tanto esfuerzo para entrar, para desactivar la alarma, para esquivar las cámaras de seguridad… para haber robado sólo quinientos…
“Hay que repartirlos”, dijo Andrea. “A ver… quinientos entre cuatro… ciento veinticinco para cada uno”.
“Bueno, por lo menos”, dijo Gustavo, tan decepcionado como los demás, colocando los quinientos quetzales sobre la mesa del centro.
“Creo que yo me merezco más”, dijo Verónica, “porque yo desactivé las alarmas”.…`
“Pero yo me encargué de las cámaras”, dijo Gustavo.
“Yo ideé el plan”, reclamó Andrea.
“Yo encontré el dinero”, terminó Fernando. Y todos quedaron callados, sentados en la sala de la casa de Andrea. “¿Qué hacemos, entonces?”
“Quedarnos con ciento veinticinco cada uno”, dijo Andrea.
“Ni modo. Entonces vamos a cambiarlo”, dijo Verónica.
“La tienda de la esquina ya está cerrada. Es la una de la mañana”, observó Fernando.
“Entonces mañana…”, dijo Gustavo. “¿Quién lo va a cambiar mañana?”
“Voy yo”, dijo Andrea.
“Mejor démoselo al más confiable del grupo”, sugirió Verónica.
“Apoyo a Vero” dijo Gustavo. “Démoselo a Fernando”.
“¿A mí?”
“Sí. Sos el más confiable. El que siempre lo hace todo bien. El que nunca dice mentiras. El que no hace nada malo”.
“¡Acabo de robar un banco!”, exclamó Fernando.
“Los cuatro lo robamos”, intentó tranquilizarlo Gustavo, “y eso te pone a nuestro nivel. Así que sos el más confiable de los cuatro. Guardalo vos, y andá a cambiarlo mañana en la mañana”.
“Va, pues”, entonces Fernando se levantó, y tomó los quinientos quetzales de la mesita. “Me voy a mi casa”.
“Te acompaño” dijo Gustavo. “Ya me dio sueño”.
“Por qué no vamos mejor los cuatro a cambiar el dinero, mañana”, dijo Andrea.
“Podemos ir los cuatro”, dijo Verónica, “Pero, ¿por qué no confiás en Fernando?”
“No es que no confíe en él, pero quiero recibir mi parte en el momento”.
“Bueno”, dijo Fernando. “Adiós, entonces”.
Fernando y Gustavo salieron de la casa de Andrea, dejándolas a ella y a Verónica solas.
“¿Creés que nos descubran?” preguntó Verónica. “Es que me da un poco de miedo. Todas esas series de televisión… ¿Será que pasa así?”
“No’mbre. Eso sólo pasa en la tele”, dijo Andrea. “Aquí en Guate no pasa así, que yo sepa. Además, de esas series aprendimos a ocultar cualquier cosa que pudiera delatarnos”.
“Ojalá que sí funcione así, sino, no sé que voy a hacer. ¡A saber qué me da!”.
“No, ¡dejá de preocuparte! Miralo por el lado bueno: ahora tenés ciento veinticinco quetzales más”.
“¡Gano mucho más que eso en una quincena! Talvez no valió el esfuerzo…”
“Talvez no, pero ahora Ya pasó. Dejá de preocuparte.”
Fernando y Gustavo iban caminando hasta donde Fernando había dejado su carro.
“Todavía estoy temblando”, dijo Fernando.
“¿Por qué? Por la emoción de robar un banco, o por el enojo de tener sólo ciento veinticinco?”
“Por las dos. Según yo, ya íbamos a estar camino a Miami a las seis de la mañana”.
“Pero no. ¿Dónde vas a guardar el dinero esta noche?”
“Esta madrugada, talvez. Ya casi son las dos. El dinero lo voy a guardar en mi pantalón, ¿dónde más? Son sólo cinco billetes”.
“¿Y ahí lo vas a dejar? ¿Y si se te cae?”
“¿Y qué si se me cae? Son sólo cinco billetitos que puedo recuperar con trabajos más honrados”.
“Puede ser. Pero no sé… Hay algo raro en ese dinero… Como si fuera malo…”
“Se llama culpa. Yo también la siento”.
“Casi me arrepiento de haber intentado robar ese banco”, dijo Gustavo.
“Yo me arrepiento totalmente”, le respondió Fernando. “Aunque hubiéramos robado millones estuviera arrepentido”.
“Yo sé”.
“No sé cómo me pudieron convencer de hacer esto…”.
“Pero ahora ya pasó”.
“Cuando inventen la máquina del tiempo, voy a regresar y deshacer eso que hice”.
“¿En serio te sentís mal? ¡Si no nos van a encontrar! Qué bueno que vimos todas esas series de crímenes y detectives… Porque así aprendimos a borrar todas las huellas… Y qué bueno que la Vero es buena con eso de las cosas eléctricas… Lo que no me gustó es que la Andrea nos estaba casi gritando cuando estábamos ahí adentro, dándonos órdenes. Me recordó a mi tío que es militar…”
“Yo creo que está un poco loca”, dijo Fernando.
“Pero cae bien cuando está de buenas, o ¿no?”.
“Mmm… Sí”.
Fernando arrancó el carro, y dejó a Gustavo frente a su casa. El resto del camino se fue oyendo el CD que había hecho para su cumpleaños con volumen alto, algo que él nunca hacía.
“Sos tonto”, se dijo en voz alta. “¡¿Cómo se te ocurre robar un banco?! Ya no vas a ser el mismo, yo sé… Vas a ver que eso te va a estar persiguiendo el resto de tu vida... Mañana inventás esa máquina del tiempo”.
Llegó a su casa. Se bajó del carro. Abrió la puerta. Vivía solo. No había nadie a quien saludar, nadie a quien darle explicaciones.
Entró en la cocina y agarró un vaso plástico grande. Lo llenó a la mitad de agua y le echó cuatro cucharadas de leche en polvo. Lo revolvió. Luego echó tanto cereal como pudo, sin que se saliera del vaso. Luego se dio cuenta de lo irónico que era que el vaso en el que iba a comer tenía impreso el logo del banco que acababa de robar. No le importó. Sólo habían sido quinientos quetzales.
Se fue a su cama, encendió la tele y empezó a comer. Hojuelas de trigo azucaradas con sabor a canela y miel de maple. No era su favorito, pero estaba bien.
La madrugada en la televisión: aburrido. No había nada que ver. Excepto en ese canal: el mismo programa que los había inspirado. Ese programa en el que resolvían crímenes, robos, homicidios… ¿Acaso la culpa iba a estarlo persiguiendo?
Seguramente en algún momento ese sentimiento se quedaría ocultado por otros más recientes. Pero sólo estaría oculto, no desaparecido.
Terminó su cereal al mismo tiempo que terminaba el programa policíaco. Se quedó dormido casi al instante.
Los tres distintos sueños que tuvo esa noche se trataban de robar en un banco de cereal con sabor a maple mientras veían el programa de televisión. Talvez los tres sueños más extraños que había tenido. Y al final de los tres sueños los habían capturado. Cuando terminó el último sueño se despertó sudando otra vez, y no pudo volver a dormir. Eran las cinco de la mañana con treinta y siete minutos con quince segundos. ¿Por qué se había fijado en los segundos, si nunca lo hacía? Se quedó en su cama meditando hasta que el sol salió.
Domingo por la mañana. A las siete de la mañana Fernando se levantó a comer cereal. El mismo procedimiento de siempre: vaso, agua, leche, cereal (ésta vez, aritos de chocolate cubiertos de azúcar), revolver, ir a la cama, ver televisión, comer.
Cuando iba por la mitad, su celular vibró, haciendo ruido porque estaba sobre una mesa de madera.
“¿Aló?”, dijo. Era Andrea.
“¿Te acabás de despertar, Fer?”.
“No. Estoy despierto desde hace ratos”, dijo. “¿Qué pasó?”
“Estoy enfrente de tu casa. Salí ya, y vamos a cambiar nuestro dinero”.
“¡Qué obsesión!”, dijo Fernando. “¡Son sólo ciento veinticinco! ¿Acaso necesitás tanto el dinero?”.
“No, pero…”
“¿Pero qué?”, dijo él, acercándose a la ventana para ver el carro de Andrea estacionado frente a su casa. Se sorprendió cuando vio a Verónica y a Gustavo ya adentro. “Ya salgo”, dijo. “Decile a Gustavo que entre, porfa”.
“Vá”, respondió ella, y colgó. Él también colgó. Fue a cambiarse de ropa, peinarse y lavarse los dientes. Gustavo entró.
“¿Qué querés?” preguntó.
“¿A qué hora pasó Andrea a tu casa?”, dijo Fernando.
“Hace una media hora. ¿No creés que está loca? Ni yo me hubiera levantado a esta hora por ciento veinticinco”.
“Te creo. Llevo como diez años de conocerte, y te creo. Pero por ciento cincuenta o doscientos sí lo hubieras hecho”.
“Talvez”.
“Vamos, pues”, dijo Fernando. “Ya estoy. Vamos a cambiar esos billetes. Creo que están malditos”.
Salieron de la casa. Andrea y Verónica fueron en un carro. Gustavo y Fernando en el otro. Dijeron que iban al súper a cambiarlo. Fernando iba liderando el camino. Andrea iba manejando atrás.
Pero Fernando tenía un plan un poco diferente al que habían dicho: Fernando estaba dispuesto a tentar a la suerte.
Llegaron al supermercado. Se bajaron los cuatro de los carros. Y entraron.
Fernando los guió hasta el local adentro del supermercado que era una sucursal del mismo banco que robaron. Bien podían cambiar el billete en cualquier tienda, pero él quería cambiarlo ahí. Igual, eran sólo quinientos quetzales.
Hicieron fila para cambiarlo. Eran las nueve de la mañana, y cerraban a medio día. Entonces era el turno de Fernando. El cajero dijo “Siguiente”. Y él pasó. “¿Qué desea?”, dijo el cajero. “Cambiar unos billetes”, dijo Fernando. El cajero lo vio extrañado. Pero igual lo atendió. Fernando metió la mano en la bolsa del pantalón, y buscó los billetes. Pero no estaban. Buscó en todas las bolsas. Igual, no estaban…
“¡No está!”, dijo Fernando. Los otros tres lo vieron sin expresión. “El dinero no está”.
“¡¿Qué?!”, gritó Andrea. “¿Cómo?”
“Se perdió el dinero”.
“¡Fernando! ¡Te lo dimos porque sos el más confiable!”, dijo ella.
“Pero, Andrea…”, dijo Verónica.
“Tranquilizate”, le dijo Gustavo.
“Eran sólo quinientos”, terminó Fernando.
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