viernes, 27 de febrero de 2009

Antes y después de Vuelo Perdido

En la entrada anterior les enseñé cómo un avión explota... Pero no fue eso lo primero que escribí. Antes de eso había escrito la primera versión de Adoex Hills. Eso fue lo primero que escribí. Luego, se me ocurrió la idea de crear "Vuelo Perdido", la mini-historia de la entrada anterior. Ahora, les presento algo que escribí el 24 de diciembre de 2008. Ésta se llama "Por 500", y es la historia de un robo frustrado en un banco, con un toque casi cómico; incluso irónico. Aquí se los dejo para que lo lean:

Por quinientos

Así que Fernando abrió la puerta. Después de todo lo que había pasado, era tranquilizador saber que todo estaba por terminar. ¿Acaso había valido la pena? Talvez no; pero algo había aprendido: robar bancos no era nada fácil. Gustavo, Andrea y Verónica caminaban tras él, sin saber exactamente cómo reaccionar. ¿Felices? ¿Nerviosos? ¿Arrepentidos? No lo sabían. Pero Fernando sabía que tenían que estar decepcionados. ¿Robar quinientos quetzales de un banco? ¿Era ese un gran logro? Eran quinientos quetzales que alguien había dejado mal puestos detrás de las cajas. Fue tanto esfuerzo para entrar, para desactivar la alarma, para esquivar las cámaras de seguridad… para haber robado sólo quinientos…
“Hay que repartirlos”, dijo Andrea. “A ver… quinientos entre cuatro… ciento veinticinco para cada uno”.
“Bueno, por lo menos”, dijo Gustavo, tan decepcionado como los demás, colocando los quinientos quetzales sobre la mesa del centro.
“Creo que yo me merezco más”, dijo Verónica, “porque yo desactivé las alarmas”.…`
“Pero yo me encargué de las cámaras”, dijo Gustavo.
“Yo ideé el plan”, reclamó Andrea.
“Yo encontré el dinero”, terminó Fernando. Y todos quedaron callados, sentados en la sala de la casa de Andrea. “¿Qué hacemos, entonces?”
“Quedarnos con ciento veinticinco cada uno”, dijo Andrea.
“Ni modo. Entonces vamos a cambiarlo”, dijo Verónica.
“La tienda de la esquina ya está cerrada. Es la una de la mañana”, observó Fernando.
“Entonces mañana…”, dijo Gustavo. “¿Quién lo va a cambiar mañana?”
“Voy yo”, dijo Andrea.
“Mejor démoselo al más confiable del grupo”, sugirió Verónica.
“Apoyo a Vero” dijo Gustavo. “Démoselo a Fernando”.
“¿A mí?”
“Sí. Sos el más confiable. El que siempre lo hace todo bien. El que nunca dice mentiras. El que no hace nada malo”.
“¡Acabo de robar un banco!”, exclamó Fernando.
“Los cuatro lo robamos”, intentó tranquilizarlo Gustavo, “y eso te pone a nuestro nivel. Así que sos el más confiable de los cuatro. Guardalo vos, y andá a cambiarlo mañana en la mañana”.
“Va, pues”, entonces Fernando se levantó, y tomó los quinientos quetzales de la mesita. “Me voy a mi casa”.
“Te acompaño” dijo Gustavo. “Ya me dio sueño”.
“Por qué no vamos mejor los cuatro a cambiar el dinero, mañana”, dijo Andrea.
“Podemos ir los cuatro”, dijo Verónica, “Pero, ¿por qué no confiás en Fernando?”
“No es que no confíe en él, pero quiero recibir mi parte en el momento”.
“Bueno”, dijo Fernando. “Adiós, entonces”.
Fernando y Gustavo salieron de la casa de Andrea, dejándolas a ella y a Verónica solas.
“¿Creés que nos descubran?” preguntó Verónica. “Es que me da un poco de miedo. Todas esas series de televisión… ¿Será que pasa así?”
“No’mbre. Eso sólo pasa en la tele”, dijo Andrea. “Aquí en Guate no pasa así, que yo sepa. Además, de esas series aprendimos a ocultar cualquier cosa que pudiera delatarnos”.
“Ojalá que sí funcione así, sino, no sé que voy a hacer. ¡A saber qué me da!”.
“No, ¡dejá de preocuparte! Miralo por el lado bueno: ahora tenés ciento veinticinco quetzales más”.
“¡Gano mucho más que eso en una quincena! Talvez no valió el esfuerzo…”
“Talvez no, pero ahora Ya pasó. Dejá de preocuparte.”
Fernando y Gustavo iban caminando hasta donde Fernando había dejado su carro.
“Todavía estoy temblando”, dijo Fernando.
“¿Por qué? Por la emoción de robar un banco, o por el enojo de tener sólo ciento veinticinco?”
“Por las dos. Según yo, ya íbamos a estar camino a Miami a las seis de la mañana”.
“Pero no. ¿Dónde vas a guardar el dinero esta noche?”
“Esta madrugada, talvez. Ya casi son las dos. El dinero lo voy a guardar en mi pantalón, ¿dónde más? Son sólo cinco billetes”.
“¿Y ahí lo vas a dejar? ¿Y si se te cae?”
“¿Y qué si se me cae? Son sólo cinco billetitos que puedo recuperar con trabajos más honrados”.
“Puede ser. Pero no sé… Hay algo raro en ese dinero… Como si fuera malo…”
“Se llama culpa. Yo también la siento”.
“Casi me arrepiento de haber intentado robar ese banco”, dijo Gustavo.
“Yo me arrepiento totalmente”, le respondió Fernando. “Aunque hubiéramos robado millones estuviera arrepentido”.
“Yo sé”.
“No sé cómo me pudieron convencer de hacer esto…”.
“Pero ahora ya pasó”.
“Cuando inventen la máquina del tiempo, voy a regresar y deshacer eso que hice”.
“¿En serio te sentís mal? ¡Si no nos van a encontrar! Qué bueno que vimos todas esas series de crímenes y detectives… Porque así aprendimos a borrar todas las huellas… Y qué bueno que la Vero es buena con eso de las cosas eléctricas… Lo que no me gustó es que la Andrea nos estaba casi gritando cuando estábamos ahí adentro, dándonos órdenes. Me recordó a mi tío que es militar…”
“Yo creo que está un poco loca”, dijo Fernando.
“Pero cae bien cuando está de buenas, o ¿no?”.
“Mmm… Sí”.
Fernando arrancó el carro, y dejó a Gustavo frente a su casa. El resto del camino se fue oyendo el CD que había hecho para su cumpleaños con volumen alto, algo que él nunca hacía.
“Sos tonto”, se dijo en voz alta. “¡¿Cómo se te ocurre robar un banco?! Ya no vas a ser el mismo, yo sé… Vas a ver que eso te va a estar persiguiendo el resto de tu vida... Mañana inventás esa máquina del tiempo”.
Llegó a su casa. Se bajó del carro. Abrió la puerta. Vivía solo. No había nadie a quien saludar, nadie a quien darle explicaciones.
Entró en la cocina y agarró un vaso plástico grande. Lo llenó a la mitad de agua y le echó cuatro cucharadas de leche en polvo. Lo revolvió. Luego echó tanto cereal como pudo, sin que se saliera del vaso. Luego se dio cuenta de lo irónico que era que el vaso en el que iba a comer tenía impreso el logo del banco que acababa de robar. No le importó. Sólo habían sido quinientos quetzales.
Se fue a su cama, encendió la tele y empezó a comer. Hojuelas de trigo azucaradas con sabor a canela y miel de maple. No era su favorito, pero estaba bien.
La madrugada en la televisión: aburrido. No había nada que ver. Excepto en ese canal: el mismo programa que los había inspirado. Ese programa en el que resolvían crímenes, robos, homicidios… ¿Acaso la culpa iba a estarlo persiguiendo?
Seguramente en algún momento ese sentimiento se quedaría ocultado por otros más recientes. Pero sólo estaría oculto, no desaparecido.
Terminó su cereal al mismo tiempo que terminaba el programa policíaco. Se quedó dormido casi al instante.
Los tres distintos sueños que tuvo esa noche se trataban de robar en un banco de cereal con sabor a maple mientras veían el programa de televisión. Talvez los tres sueños más extraños que había tenido. Y al final de los tres sueños los habían capturado. Cuando terminó el último sueño se despertó sudando otra vez, y no pudo volver a dormir. Eran las cinco de la mañana con treinta y siete minutos con quince segundos. ¿Por qué se había fijado en los segundos, si nunca lo hacía? Se quedó en su cama meditando hasta que el sol salió.

Domingo por la mañana. A las siete de la mañana Fernando se levantó a comer cereal. El mismo procedimiento de siempre: vaso, agua, leche, cereal (ésta vez, aritos de chocolate cubiertos de azúcar), revolver, ir a la cama, ver televisión, comer.
Cuando iba por la mitad, su celular vibró, haciendo ruido porque estaba sobre una mesa de madera.
“¿Aló?”, dijo. Era Andrea.
“¿Te acabás de despertar, Fer?”.
“No. Estoy despierto desde hace ratos”, dijo. “¿Qué pasó?”
“Estoy enfrente de tu casa. Salí ya, y vamos a cambiar nuestro dinero”.
“¡Qué obsesión!”, dijo Fernando. “¡Son sólo ciento veinticinco! ¿Acaso necesitás tanto el dinero?”.
“No, pero…”
“¿Pero qué?”, dijo él, acercándose a la ventana para ver el carro de Andrea estacionado frente a su casa. Se sorprendió cuando vio a Verónica y a Gustavo ya adentro. “Ya salgo”, dijo. “Decile a Gustavo que entre, porfa”.
“Vá”, respondió ella, y colgó. Él también colgó. Fue a cambiarse de ropa, peinarse y lavarse los dientes. Gustavo entró.
“¿Qué querés?” preguntó.
“¿A qué hora pasó Andrea a tu casa?”, dijo Fernando.
“Hace una media hora. ¿No creés que está loca? Ni yo me hubiera levantado a esta hora por ciento veinticinco”.
“Te creo. Llevo como diez años de conocerte, y te creo. Pero por ciento cincuenta o doscientos sí lo hubieras hecho”.
“Talvez”.
“Vamos, pues”, dijo Fernando. “Ya estoy. Vamos a cambiar esos billetes. Creo que están malditos”.
Salieron de la casa. Andrea y Verónica fueron en un carro. Gustavo y Fernando en el otro. Dijeron que iban al súper a cambiarlo. Fernando iba liderando el camino. Andrea iba manejando atrás.
Pero Fernando tenía un plan un poco diferente al que habían dicho: Fernando estaba dispuesto a tentar a la suerte.
Llegaron al supermercado. Se bajaron los cuatro de los carros. Y entraron.
Fernando los guió hasta el local adentro del supermercado que era una sucursal del mismo banco que robaron. Bien podían cambiar el billete en cualquier tienda, pero él quería cambiarlo ahí. Igual, eran sólo quinientos quetzales.
Hicieron fila para cambiarlo. Eran las nueve de la mañana, y cerraban a medio día. Entonces era el turno de Fernando. El cajero dijo “Siguiente”. Y él pasó. “¿Qué desea?”, dijo el cajero. “Cambiar unos billetes”, dijo Fernando. El cajero lo vio extrañado. Pero igual lo atendió. Fernando metió la mano en la bolsa del pantalón, y buscó los billetes. Pero no estaban. Buscó en todas las bolsas. Igual, no estaban…
“¡No está!”, dijo Fernando. Los otros tres lo vieron sin expresión. “El dinero no está”.
“¡¿Qué?!”, gritó Andrea. “¿Cómo?”
“Se perdió el dinero”.
“¡Fernando! ¡Te lo dimos porque sos el más confiable!”, dijo ella.
“Pero, Andrea…”, dijo Verónica.
“Tranquilizate”, le dijo Gustavo.
“Eran sólo quinientos”, terminó Fernando.

-------------------------------------------------------------------------------------------------

Creative Commons License
Cette création est mise à disposition sous un contrat Creative Commons.

Bienvenidos!!!

¡Hola! Les cuento que aquí pueden leer, de ahora en adelante, las historias que he creado... Las que he escrito espontáneamente...
Disfrútenlo... ¡Sé que les va a gustar!
Son pequeñas historias para gente joven, escrita por gente joven...
Bueno, aquí les dejo la primera historia disponible en el blog. Comenten qué les parece:

Vuelo Perdido

Los dos iban bajando por la calle, y vieron hacia el frente. Las luces de la ciudad por la noche brillaban, volviendo naranja las nubes. Se podían distinguir algunas calles cercanas. Las lejanas se veían como miles de puntos. Además, se podía distinguir el aeropuerto casi a la perfección, con sus luces en línea para que los aviones pudieran verlas desde arriba.
En ese momento, los Tres Grandes Aviones estaban despegando, igual que todos los días a esa hora. Se veían tres grupos de luces que ascendían hacia el cielo; algunas encendiéndose y apagándose. Los dos habían visto antes el despegue, por lo que no les pusieron mucha atención. Así que siguieron caminando. Pero, de pronto, uno de los dos vio hacia arriba nuevamente, hacia los aviones, y notó que sólo se veían dos grupos de luces ascendientes. Faltaba el tercer avión. Le avisó a su compañero.
Poco fue el tiempo que tuvieron para reaccionar, pues en el lugar donde debía estar el tercer avión empezó a distinguirse una nube gris, la cual, poco a poco y desde el centro, comenzó a volverse anaranjada. La nube naranja explotó, haciendo que los dos aviones restantes se movieran sin control, iluminando el nublado cielo nocturno.
Muy pronto, la onda expansiva de la explosión los alcanzó a ellos, sintiendo una gran sacudida, al mismo tiempo que los vidrios de las casas junto a ellos vibraban fuertemente. Al mismo tiempo que la onda expansiva alcanzaba cada lugar, las luces se iban apagando, dejando a toda la ciudad bajo una densa oscuridad, sólo aliviada por la luz de la luna que a veces se colaba por entre las nubes.
Los dos, asustados, se quedaron parados donde estaban, paralizados. Desde donde estaban podían ver los restos aún en llamas de los tres aviones, pues los otros dos también habían explotado. Los restos caían sobre la ciudad, obviamente cayendo sobre los edificios y, lamentablemente, sobre la gente dentro de ellos. Mientras los restos caían
El sonido de ambulancias se comenzó a escuchar, acercándose y luego alejándose, dirigiéndose al área donde los incendios comenzaban. Fue entonces cuando la gente empezó a salir de sus casas. “¿Qué pasó?”, decían con la poca luz que había. “Explotaron los aviones”, dijeron algunos que habían visto por la ventana.
Un poco de ceniza comenzó a caer del cielo. Apenas la podían ver.
“¡Qué feo que haya pasado eso!” dijo una niña. Y es que los aviones casi eran un símbolo del país.
“Nunca había pasado algo así”, dijo una anciana. “Por eso dicen que la tecnología es mala”.
“Pero no es eso lo que importa”, dijo un señor, ”sino toda la gente que iba allí. ¡Están muertos!”
“Creo que mi esposo estaba ahí”, dijo una señora, hablando tranquila, para convencerse de que no estaba. Aún así no estaba segura.
Entonces los dos siguieron bajando por la calle, hasta llegar a su casa. Eran vecinos. La madre de uno estaba afuera, en la puerta.
“¡M’ijo, estás bien!”, dijo ella. “Creí que ya estabas en el aeropuerto”.
“Es que se me olvidó el pasaporte aquí en la casa. Y tenía que volver”, respondió su hijo. “Así que perdí el vuelo de esta noche. Yo creo que tuve suerte”


-------------------------------------------------------------------------------------------------


Creative Commons License
Cette création est mise à disposition sous un contrat Creative Commons.