domingo, 1 de noviembre de 2009

Carta uno de Kevin Icán

Esta historia es simplemente como para respaldar una historia más grande que estoy escribiendo... Ojalá les guste.

Carta uno de Kevin Icán

Desde que desperté hace seis meses lo vi a través de la ventana. Un cielo naranja, como si fuera el atardecer. Pero era un atardecer eterno, y sólo desaparecía durante la noche. Pero, luego de tanto tiempo, sólo podemos recordar cómo se veía una mañana soleada. Ahora, las nubes están teñidas de rojo, igual que los rayos de sol.
Al principio, la gente decía que era una maldición por destruir el planeta. También decían que era por un accidente nuclear que había cambiado la composición del aire. Pero, no; el aire era igual. No hubo nunca tal accidente químico.
Fue hasta después que supimos la causa del cielo naranja: la invasión. Nos atacaron millones de monstruos que nosotros antes sólo podíamos imaginar. Ahora, son una realidad. Son como mutantes, y cuando te muerden, te conviertes en uno de ellos. Lo extraño es que su líder es humano. Y de alguna manera obtuvo poderes increíbles que le permiten controlar a esas criaturas mutantes. Y el cielo es naranja debido a eso: a través de la atmósfera controla a los monstruos.
Nosotros no hemos tenido más opción que escondernos. No podemos luchar como quisiéramos, porque no tenemos los recursos. ¿Con qué arma podemos detener bestias con poderes que parecen casi mágicos? Simplemente no podemos. Esta semana perdí a tres amigos, porque fueron convertidos en esas criaturas mientras recolectábamos un poco de comida. Yo tuve suerte de escapar. Sin embargo, ahora me he quedado solo. Ya no tengo familia ni amigos. Estoy rodeado de desconocidos.
Es por esto que escribo esta carta, para que talvez alguien del futuro la lea, y sepa quién fui. Porque soy Kevin Icán. Y quiero que el mundo me recuerde. Porque no sé si lograré llegar vivo hasta esta noche, o si voy a despertar mañana. Porque estoy cansado de vivir aislado.
Simplemente espero que alguien encuentre la solución a este problema. Ojalá alguien pueda detener a ese hombre, y evitar que más personas sigan convirtiéndose en mutantes...
Es el año 2012, y sé que no será el fin del mundo...

sábado, 28 de marzo de 2009

Ocho treinta pe eme, siendo vientiocho de marzo de dos mil nueve

¡Hola, de nuevo! Aquí les traigo una historia que me gustó mucho al escribirla, pues tuve que imaginar cosas que nunca he visto, ya que nunca he volado. Aquí les dejo la historia, para que me cuenten qué piensan de ello:

Ocho treinta pe eme

Era divertido ver cómo las montañas estaban cortados en cuadros casi perfectos. Desde esa altura se veían como retazos de tela unidos para hacer una sábana que cubriera las irregularidades del paisaje. Y era de lo más hermoso que jamás había visto.
Iba volando sobre un bosque, donde el ser humano aún no había construido. Era divertido ver cómo los árboles jugaban con el movimiento del viento, heciendo ver como si las copas de los árboles fueran como almohadas gigantes, verdes y esponjosas almohadas gigantes. Talvez parecían más como brócolis gigantes. Pero eso no importaba, porque era interesante ver cómo el ambiente iba cambiando mientras se deslizaba por los aires, como si estuviera en un sueño...
De pronto el bosque terminó abruptamente. Había llegado a una parte donde se había construido un residencial. Eso acababa con la armonía de antes. Y mientras más se deslizaba, menos se apreciaba el ambiente natural. Calles y avenidas se entrecruzaban para formar un tejido gris entrelazado, dornado con edificios y autos móviles. Incluso había miles de puntitos moviéndose sin rumbo fijo, como si tuvieran mente propia. Eran los habitantes, que caminaban absortos en sus pensamientos, sin fijarse mucho en lo que los rodeaba, tratando de evitar los actos violentos.
Y mientras más avanzaba sobre la ciudad, más era el humo que respiraba, hasta llegar a un punto en el que tosía cada quince minutos. Sin embargo, no era en todas partes de la ciudad donde sucedía eso. Paola estuvo dando vuletas sobre la ciudad toda la tarde, viendo que en algunas partes las personas cuidaban del ambiente, y en otras partes no (sobre todo, las personas que necesitaban contaminar para ganar dinero).
pronto comenzó a anochecer. Mientras estaba sobre la ciudad, Paola se detuvo a flotar sobre el Palacio Nacional, para observar desde lo alto la puesta del Sol, que se ocultaba detrás de las montañas. Se elevó un poco más, para tratar de seguir al Sol en su puesta, pero pronto oscureció.
Las luces de la ciudad iluminaban cada esquina, cada edificio, cada ventana... Las luces móviles de los autos móviles se veían como pequeñas luciérnagas que seguían caminos fijos, desesperadas por llega a algún destino desconocido para Paola. Los centros comerciales y restaurantes demostraban su existencia con grantes carteles luminosos, visibles incluso a la altura a la que se encontraba Paola.
Pronto Paola se cansó de levitar, pues hbía estadod haciéndolo por todo el día. Empezó a recordar su viaje sobre los campos, y cómo éste terminó sobre el Palacio Nacional de Guatemala observando rótulos de restaurantes de comida rápida.
Entonces regresó a su casa, atravesando la ventana de su cuarto. Se vio a ella misma acostada sobre su sillón verde, como si estuviera dormida. Volvió a unirse con su cuerpo y despertó.
Entonces Paola se paró de su sillón y vio el reloj de pared que tenía a su izquierda, a un lado de su cama. Eran las 8:30 pm. Era la hora de apagar las luces...

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viernes, 27 de marzo de 2009

Albina

Marvin y Pedro discuten sobre el trágico final que tuvo Albina, la mejor amiga de la hermana de Marvin... Y al final, Pedro descubre que la verdad ya se sabe...

Albina

"Ésto no ha acabado. Es sólo el principio. Desde el principio supiste que no tenías que dejarte llevar por la tentación..."
"Lo sé, Marvin... Lo sé... Pero Albina me influenció..."
"¡No tienes excusa, Pedro!"
"¡Lo sé, lo sé! ¿Cuántas veces me harás repetirlo? ¡Es suficiente con saber que cometí un error y alguien murió por ello!"
"Albina era la mejor amiga de mi hermana..."
"Y estoy muy conciente de ello. Pero no fue mi culpa: ella fue quien se acercó demasiado a la orilla del techo."
"Y todo por querer robar una banderita tonta."
"No es tonta. Fue donada por un actor famoso en los años cuarenta."
"Sigue siendo una banderita tonta, Pedro. Y ahora lo es más, porque Albina murió por ella."
"Yo le dije que no se acercara tanto..."
Pero tu fuiste quien condujo hasta allá, y fuiste quien robó las llaves al conserje para poder subir hasta arriba, y fuiste quien la dejó caer cuando estaba colgando sólo de una mano, y fuiste quien mintió cuando alguien te acusó de ser el cómplice..."
"¡Basta ya! ¡Sé que no hice las cosas bien!"
"¡Hiciste lo peor que se te pudo haber ocurrido! Ayudaste a que Albina esté ahora encerrada en una caja de madera, inmóvil, para que pase el resto del tiempo bajo tierra, sin poder salir."
"No es Albina la que está ahí; es sólo su cuerpo."
"Con eso no vas a calmar a mi hermana, que está tan inconsolable como mi madre el día que mi padre murió..."
"¿Qué quieres que haga?"
"No lo sé. Obviamente no traerás a Albina de regreso. Pero podrías fácilmente entregarte..."
"¡Nunca! ¡Sería como si me suicidara!"
"Solamente ayudarías a que mi hermana estuviera más tranquila."
"Eso es un poco egoísta, ¿sabes?"
"No lo es. Sólo quiero que mi hermana sea feliz otra vez."
"Pero eso significa que yo iría a la cárcel"
"Lo tienes merecido."
"¿Crees que lo tengo merecido? ...Creí que eras mi mejor amigo, Marvin."
"Mi mejor amigo Pedro nunca hubiera hecho nada parecido..."
"Lo sé... ¿Cuántas veces he dicho esa frase esta noche?... Pero, insisto: fue Albina quien me influenció."
"¿Y le hiciste caso? Si te hubiera dicho que te tiraras de un barranco, ¿lo hubieras hecho?"
"Obviamente no, Marvin".
"obviamente no, Pedro; preferiste empujarla a ella al barranco que caer tú."
"¿Por qué lo dices?"
"Porque yo los seguí esa tarde, y vi todo lo que hicieron. Y vi el accidente: fuiste tú quien se acercó demasiado a la orilla del techo; Albina tuvo que salvarte a ti de caer hacia la dura calle, evitando el espectáculo de verte aplastado sobre el cemento, con los sesos regados bajo los pies de los peatones; Albina te salvó, pero cuando logró subirte, la empujaste hacia el vacío."
"Fue un accidente, Marvin. ¡Yo no quise hacerlo! ¡Cuando vi, ella ya estaba veinte metros abajo! ¡No pude evitarlo! ¡No le cuentes a nadie!"
"Yo no le contaré a nadie; lo harás tú, Pedro. Porque sé que tu conciencia no te dejará dormir hasta que lo hagas... Porque no le temes a nada, excepto a ti mismo..."

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jueves, 26 de marzo de 2009

El sueño

Después de una semana y algunos días de no subir nada al blog, les traigo esta pequeña historia, la cual escribí para mi clase de Comunicación y Expresión Oral. Así que, disfrútenla igual que las otras, y coméntenla. Al final, hay una sorpresa un tanto desagradable...

El sueño

Estaban, una mañana, un joven y su novia en su carro rojo, viajando hacia las montañas. Como les apasionaba la arqueología, tenían la ilusión de descubrir una pirámide maya. Sus padres les habían aconsejado que no fueran a ese viaje, pues la montaña era conocida por estar controlada por los mareros.

Sin embargo, ellos insistieron en ir, porque querían vivir la experiencia de descubrir un tesoro antiguo.

Mientras salían de la ciudad se encontraron con un anciano parado justo a la mitad de la calle, al cual casi atropellan. El joven, con su habilidad para manejar, logró esquivarlo, aunque por muy poco. Y el anciano ni cuenta se dio de que estuvo a punto de morir. Ambos jóvenes se asustaron; no querían ir a la carcel siendo tan jóvenes, y menos por haber atropellado a un anciano.

"Te aconsejo que, de ahora en adelante, no vayas muy rápido", le dijo ella, con una caricia en el rostro. Él, con mucho gusto, siguió su consejo. Esa caricia tenía algo distinto, algo que nunca había sentido...

De pronto, sonó el celular del joven. Era su madre quien lo llamaba. Sin embargo, sólo oía la voz de ella entrecortada, pues no había buena recepción. Eso le extrañó, pues su celular funcionaba bien donde fuera.

Viajaron horas y horas, subiendo y bajando montañas, hasta que llegaron a la ciudad de Quetzaltenango. Allí se detuvieron a comer y beber, en un restaurante de pollo bastante conocido, y bastante nacional.
Luego de su corto descanso continuaron viajando, saliendo de esta ciudad. Continuaron su recorrido entre montañas y árboles, cuando se vieron sorprendidos por una discoteca en medio de la nada, construida lejos de la civilización. Cuando se veía sin cuidado, parecía vacía; pero cuando se miraba con atención, se podía notar que estaba llena hasta el tope.

Repentinamente el carro hizo un fuerte ruido, bastante agudo, y se detuvo. Ambos se asustaron, ya que estaban perdidos. Y sabían que estaban en un área peligrosa. Se oyeron ruidos entre los árboles y arbustos, y varias personas comenzaron a salir de sus escondites. Eran mareros, y estaban decididos a asaltarlos y, si era posible, matarlos. Una de las mareras tomó a la novia del brazo y re dio un fuerte golpe en la cabeza, cayendo su novia desmayada. Luego, uno de los hombres le disparó al novio.

El joven despertó, sobresaltado. Se sentía desubicado, mareado. Había sido un sueño.
Estaba rodeado de paredes blancas, y cinco caras desconocidas lo veían fijamente. "Está despertando", dijo uno de ellos. Era el doctor. Sus padres, también presentes, sonrieron ampliamente. Las dos enfermeras lo atendieron inmediatamente. Cuando el joven preguntó qué había sucedido, le dijeron la triste noticia: Cuando intentó esquivar al anciano, perdió el control del carro; entonces habían sufrido un accidente, en el cual había muerto una persona, y no habían sido ni él, ni el anciano...

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jueves, 12 de marzo de 2009

El Chupacabras, parte 2

A petición del público, aquí les dejo un final para "El Chupacabras", la historia que subí la semana pasada. Es un final que, en lo personal, me gustó. No sé qué tan aceptado sea por el público, así que critíquenlo hasta que ya no quede nada de él. Entonces, aquí les dejo el final:

El chupacabras, parte 2

El día de Jacobo era de lo menos normal posible. Se había encontrado con un chupacabras en la sala de su casa. Acababa de regresar de pasear a Pino, su fiel perro golden retriver, cuando se encontraron con la criatura, la cual los atacó. Pino defendió a su amo, quedando con una herida en la pata. Lo llevó al curandero que vivía cerca, aconsejado por el molesto vecino de Jacobo, Don Rodrigo. Antes de acostarse, Jacobo meditaba junto a la ventana, cuando vio a Don Rodrigo sacar varias jaulas con animales moviéndose salvajemente en ellas. Eso no fue lo que lo sorprendió, sino el hecho de que los animales eran en realidad criaturas mágicas: hadas, chupacabras, e incluso algo que parecía un duende…

Jacobo se puso de pie, sorprendido de que estaba viendo las criaturas que acudían a él cuando era niño, y que persistían aún cuando era adolescente. Jacobo nunca entendió el porqué, pero esas criaturas lo buscaban. Había aprendido a no tenerles miedo, pues las veía todo el tiempo. Pero luego de las sesiones de terapia psicológica, se había olvidado de todas aquellas criaturas. Hasta esa tarde, cuando se encontró con el chupacabras.

Jacobo salió de la casa, procurando que Don Rodrigo no lo viera salir. Se acercó más a la casa de su vecino, donde pudo observar mejor a las criaturas encerradas en las jaulas. Estaban lastimadas, sucias, flacas y nerviosas. Todos hacían el mayor esfuerzo por salir de las jaulas, pues no habían visto el cielo desde hacía meses o años. Habían estado viviendo por meses en el sótano de Don Rodrigo, pues desde hacía meses que los ruidos provenientes de esa casa no dejaban dormir a Jacobo.

Jacobo esperó a que Don Rodrigo no lo viera, para acercarse más aún a las jaulas. Y el momento fue cuando Don Rodrigo regresó a la casa por algo olvidado. Pero, cuando Jacobo intentó abrir las jaulas, le fue imposible hacerlo. Las jaulas, como era de imaginar, tenían candados. En realidad, un solo candado, para cada una de las numerosas puertas de distinto tamaño. Además, las criaturas, nerviosas, golpeaban y mordían los dedos y manos de Jacobo. Aún así, él no tenía intención de dejarlos ahí abandonados.

“¡¿Jacobo?!”, escuchó de pronto a su vecino, asombrado. En su afán por liberar a las criaturas, olvidó que Don Rodrigo volvería pronto. Pero se sorprendió aún más cuando vio que había regresado con una jaula aún mayor, la cual contenía un animal mucho más grande que los otros. A pesar de la débil luz que la luna proyectaba esa noche, Jacobo pudo distinguir a un animal cuadrúpedo, con cuello largo y un cuerno en la cabeza: un unicornio.

“¿Qué está haciendo?”, preguntó Jacobo. “¿Qué hace con todas estas criaturas?”.

“Eso no te importa”, respondió Don Rodrigo, fríamente. “Regresa a tu casa antes de que los vecinos se pregunten porqué desapareciste misteriosamente… Los chupacabras no comen desde hace tres días”.

“¿De verdad piensa que le tengo miedo?”, dijo Jacobo, a pesar de luchaba por mantenerse en pie. “No crea que voy a dejar que se lleve a todos estas criaturas”.

“Estas criaturas son peligrosas”, le dijo Don Rodrigo, tratando de ser paciente, poniendo la mano en su pistola. “Mi familia los ha perseguido por generaciones, evitando que se vuelvan una peste para las ciudades modernas”.

“Algunos de estos son inofensivos”, reclamó Jacobo.

“Lo más inofensivo que hay en esas jaulas son las serpientes. Incluso las hadas son carnívoras”.

“Las hadas sólo comen carne de peces”.

“¿Cómo sabes eso?”, preguntó Don Rodrigo.

“¿Recuerda las numerosas veces que me llamaron loco? No estaba loco. Yo sí podía ver a estas criaturas mágicas. Y usted lo sabía, ¿no? Además, usted fue uno de los que ayudó a mi madre a pagar las sesiones”.

“Pero creí que nunca habías tenido contacto con ellos, como para saber que las hadas comen sólo peces”, dijo Don Rodrigo.

“Tiene razón, nunca tuve contacto con ellos”, respondió Jacobo. “Eso es algo que sé por instinto. Es como si tuviera algún tipo de poder especial”.

“¡Estás loco! ¡Nadie puede saber eso sin haber tenido contacto con estas criaturas! Tienes que tenerlas encerradas para saber qué es lo que comen…”

“Y usted, ¿por qué las mantenía encerradas en su sótano? ¿Por qué sólo gritaban en la noche y no en la mañana?”

“Eso no lo sé. Al principio las mantuve encerradas porque quise convertirlas en trofeos. Pero luego me di cuenta de ese comportamiento, y las mantuve encerradas para estudiarlas”.

“¿Y encontró, por lo menos, la respuesta?”, preguntó Jacobo, con curiosidad.

“No, nunca. Estas criaturas son muy complejas como para comprenderlas.

Y en ese instante viarias criaturas salieron corriendo de sus jaulas. Jacobo tuvo que lanzarse contra el suelo para evitarlas.

“¡NO!”, gritó Don Rodrigo, mientras sus criaturas escapaban. “¿Cómo?”.

Pero Jacobo no respondió. Mientras hacía que Don Rodrigo respondiera sus preguntas había logrado quitar el único candado que cerraba todas las puertas de las jaulas, logrando que todos salieran. Las hadas volaron hacia el cielo, alejándose velozmente. Los dos chupacabras corrieron hacia el bosque detrás de la casa de Don Rodrigo, con sus pesadas patas haciendo ruido. El gnomo y el duende corrieron con sus cortos pasos a esconderse detrás de un auto. Al resto Jacobo ya no los vio. Ahora estaba concentrado en liberar al unicornio que Don Rodrigo aún mantenía en cautiverio.

Sin embargo, en un segundo, Jacobo escuchó una explosión, y luego un dolor asesino. Un grito suyo partió la noche en dos. Luego, la sangre comenzó a brotar de su brazo como si hubiera querido salir desde hacía mucho. De pronto se hallaba tendido en el suelo, retorciéndose como una lombriz, agarrando su brazo con fuerzo.

“¿Cómo te atreves?”, dijo Don Rodrigo, sabiendo que sólo Jacobo podía haber liberado a las criaturas. “¿Acaso no te das cuenta del riesgo que representan para la sociedad?”

Jacobo apenas podía oírlo. El dolor era tal que, tirado en el suelo, sentía que iba a desmayarse, tratando de no gritar. Y, mientras se retorcía, quedó viendo hacia el cielo, y se quedó así por un momento. En un instante, pudo ver la luna, las estrellas, un par de pequeñas nubes, y a las hadas, que volaban libres al fin, un poco torpemente debido al encierro que habían sufrido. Entonces recordó a Pino, y cómo éste se había sacrificado para salvarle la vida a su dueño. Al igual que el perro, Jacobo era capaz de dar su vida por estas criaturas, pues ya no tenía familia que lo extrañara, y su única familia restante era Pino, quien también iba a morir pronto. Así que iban a verse pronto nuevamente, e iba a ver a su madre, e incluso a su padre y sus hermanos… Iban a estar reunidos nuevamente…

Jacobo se levantó del suelo. Se dirigió tan rápido como pudo hacia Don Rodrigo, que seguía apuntándole con la pistola. Pero eso a Jacobo no le importó. Pronto iba a acabar con lo que Don Rodrigo le hacía a las criaturas. No sabía como, pero iba a hacerlo.

Sintiendo lástima por él, Don Rodrigo le preguntó, “¿Por qué insistes, Jacobo? ¿Qué han hecho ellas por ti?”

“Nada”, dijo él. “Pero eso no significa que yo no pueda hacer nada por ellos”.

Pero, antes de que Jacobo se pudiera mover, sucedió algo imprevisto. Una criatura, mucho más grande que cualquiera que hubiera estado en las jaulas, pasó frente a Jacobo, tomando de un golpe a Don Rodrigo entre sus garras. Jacobo nunca volvió a saber de él.

Como ya no había nada que hacer ahí, salió corriendo hacia la casa del curandero. Golpeó repetidas veces a la puerta. Estaba desesperado. No parecía que dejara de sangrar. Sentía que iba a morir…

“¡Jacobo!”, dijo asustado Gerónimo, el curandero. “¿Qué fue lo que te sucedió?”

Gerónimo hizo a Jacobo entrar a la casa, revisó su herida, le dio un té, y luego le aplicó un ungüento en la herida. Pronto, el dolor dejó de estar presente.

“¿Cómo está Pino?”, preguntó Jacobo, preocupado.

“Va a sobrevivir”, dijo Gerónimo; “tienen suerte de que el veneno no entrara en su torrente sanguíneo. Dime: ¿cómo te sucedió eso?

Jacobo le contó todo lo ocurrido, desde que dejó a Pino y regresó a su casa, hasta que la criatura secuestró a Don Rodrigo.

“Nuevamente, Don Rodrigo causó una tragedia, en la que él fue el único que tuvo un final verdaderamente trágico”, dijo Gerónimo.

“¿O sea que usted ya sabía que Don Rodrigo guardaba esas criaturas en su casa?

“Sí, lo sabía. He sabido de, por lo menos, tres muertes causadas por las criaturas que se escapan de su casa”. Tomó un breve respiro, meditando lo que había sucedido, y luego añadió: “Al menos, ahora Don Rodrigo ya no causará más problemas. Fue secuestrado por las mismas criaturas que él secuestraba”.

Al día siguiente, luego de estar bajo la observación de Gerónimo toda la noche, Jacobo regresó a su casa, con Pino a su lado. Era tranquilizante el hecho de que aún tenía a su único familiar a su lado. Y lo tranquilizaba más saber que ya no estarían encerradas esas criaturas en las jaulas en el sótano de Don Rodrigo.

Mientras se acercaban a su casa, Jacobo vio que la gente se había reunido alrededor de la casa del difunto Don Rodrigo, conmocionados. Incluso había varios reporteros, señalando las jaulas vacías frente a la casa. Pero, más sorprendidos aún, señalando otra jaula, mucho más grande, con un cuadrúpedo de un cuerno dentro de ella. Jacobo había olvidado sacarlo de la jaula la noche anterior. Ahora le había probado al mundo que no estaba loco. Todas esas sesiones de terapia habían sido en vano. Las criaturas mágicas que él veía sí eran reales.


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sábado, 7 de marzo de 2009

El chupacabras

¡Hola, nuevamente! Aquí les dejo una historia que escribí hace poco. La escribí en un momento en el cual casi no tenía tiempo para hacer nada, más que estudiar... Pero de pronto tuve media hora libre, y éste fue el resultado: una historia en la que "vuelvo a creer" en la magia de escribir. ¡Así que disfrútenla!

El chupacabras

Si la vida fuera sencilla, Jacobo no hubiera estado en esa situación. Es cierto, no todos los días uno se encuentra con un chupacabras en la sala de su casa; pero era una oportunidad única para volver a creer.

La criatura, de un metro de alto estando erguida, sobre sus dos deformes pies, era la cosa más repugnante que jamás había visto. Tenía llagas en toda la piel de las cuales salían chorros de baba y pus. La espalda, codos y rodillas estaban adornados con una serie desordenada de espinas óseas, algunas rotas, todas amarillentas. Mostraba los dientes llenos de sangre, amenazando a Jacobo y a Pino, su fiel acompañante canino, un perro de raza mixta.

Jacobo estaba parado frente al chupacabras, tratando de alejarlo con una escoba vieja. Pino sangraba de una pata, manchando de sangre la alfombra. El Chupacabras lo había mordido, al defender a su dueño. Jacobo estaba enojado, asustado y preocupado. Le costaba pensar. Casi todo lo hacía de manera instintiva. Se sentía como en un sueño.

Pero tuvo que volver a la realidad cuando el chupacabras volvió a lanzarse sobre ellos. Jacobo levanto la escoba, la cual se partió en dos cuando golpeó a la bestia en el pecho. Un fuerte sonido, como una explsión. Las manos de Jacobo palpitaban por el golpe. Seguía sosteniendo el astillado palo de la escoba entre las manos.

El chupacabras, que había caído al otro lado de la habitación, debajo de una ventana, no se movía. "¿Estará muerto?", pensó Jacobo, sabiendo que no debía celebrar tan pronto. Pero el animal ya no se movió. Un río de sangre verde iba manchando toda la alfombra alrededor del monstruo. Pino se acercó arrastrando la pata malherida. La curiosidad era mayor que el dolor.

"Está muerto", confirmó Jacobo, intentando sonreír; aunque no pudo. Aún no creía que lo había matado sólo con un escobazo. Sintió asco al tocar a la babosa alimaña que tenía frente a él. Sus manos se mancharon de su sangre, una sustancia verde y pegajosa, que parecía salida de una historia de ciencia ficción. Pino se quejó del dolor. Jacobo dejó su admiración por un lado, y se decidió a llevar a Pino al veterinario. Pero en ese momento alguien tocó la puerta.

Jacobo abrió. Su molesto vecino, Don Rodrigo, estaba parado frente a él, con su bigote blanco y su sonrisa siempre fingida. Jacobo no apreciaba en ningún sentido a Don Rodrigo, quien todas las noches trabajaba en el sótano de su casa, haciendo un ruido descomunal.

"¿Estás bien, Jacobo?", preguntó él. Jacobo no estaba de humor para recibir a vecinos que fingían preocupación. El frío de la noche entró con fuerza en la casa. "¿Está bien tu perro?"

"Todo está bien", dijo Jacobo. En ese momento notó que Don Rodrigo llevaba una pistola en la mano. "Si me disculpa, tengo que llevar a Pino al veterinario..."

"Tu perro está condenado a muerte", dijo Don Rodrigo. "Una mordida de chupacabras te mata en setenta y dos horas, o menos".

Jacobo vio hacia su perro, y sintió que la tierra se abría bajo él. Era el único miembro de su familia que quedaba.

"¿Cómo sabe del chupacabras?"

"Los ví por la ventana", respondió Don Rodrigo, "y le disparé justo cuando lo golpeaste con esa escoba..."

"¿Le disparó?", preguntó Jacobo, sorprendido. "No lo noté..."

Fue entonces cuando Jacobo comprendió el sonido de exposión que escuchó. Vio hacia la ventana y observó que había un agujero en ella. No lo había visto antes.

"Gracias", dijo Jacobo, sin saber qué más decir. "Ahora, si me disculpa, tengo que llevar a Pino al veterinario".

"Tu perro va a morir, Jacobo. No lo lleves al veterinario."

"¿Por qué? ¡Tengo que hacer algo por él!"

"Entonces llévalo con Gerónimo."

"¿El brujo?"

"No es brujo, es curandero. Pero no le digas a nadie qué sucedió, excepto a él. Y no me menciones a mí."

Sin comprender eso que le había dicho, Jacobo llevó a Pino con el curandero. Le relató lo que había sucedido, pero no dijo nada acerca de Don Rodrigo. Gerónimo, el curandero, le dijo a Jacobo que dejara esa noche a Pino con él, y que regresara al día siguiente. Sin gustarle mucho la idea, Jacobo regresó solo a su casa. Limpió su sala y quemó el cuerpo sin vida del chupacabras, tal y como el curandero le había dicho.

Luego de lavar la alfombra, Jacobo se sentó junto a la ventana con el agujero. La casa de Don Rodrigo se veía desde ahí. Jacobo estaba agradecido que Don Rodrigo los había salvado.

Eran casi las once de la noche cuando Jacobo decidió ir a dormir. Había estado sentado casi una hora junto a esa ventana. Pero antes de haberse levantado, la puerta de la casa de Don Rodrigo se abrió, dibujando una extraña silueta negra con fondo amarillo brillante. Era una persona, que Jacobo supuso era Don Rodrigo, cargando varias jaulas pequeñas. Dentro de las jaulas había pequeños animales que se movían intranquilamente, haciendo un ruido descomunal. Jacobo lo identificó como el ruido que venía todas las noches del sótano de Don Rodrigo. Entonces se fijó más en las criaturas.

Por años, Jacobo había dejado de creer en cualquier cosa que se relacionara con la magia, y luego le hicieron creer que tenía problemas psicológicos. Pero esa noche volvió a creer en las criaturas que estaba viendo en las jaulas: hadas, chupacabras, duendes... Todos haciendo ruido. Y había una sola jaula vacía...

Ahora Jacobo lo comprendía. El chupacabras se había escapado de la casa de Don Rodrigo, y él tenía criaturas mágicas encerradas en su casa. Era hora de Jacobo tomar una decisión: iba a probarle al mundo que no estaba loco.

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miércoles, 4 de marzo de 2009

El asalto

La situación en Guatemala es peligrosa en la actualidad. Quise reflejar esto en el siguiente cuento, e cual titulé "El Asalto". Es el último que he escrito. Pronto subiré otros... Disfruten éste:

El Asalto

Fernando apenas conocía la capital. Sólo conocía los lugares donde necesitaba estar, como la casa de sus tíos, o el colegio de su hermana. Pero, de ahí, no conocía mucho.
Pero necesitaba dejar un paquete en la casa de un amigo que vivía en la zona 13. Una de las zonas que menos conocía.
-Raúl- dijo-, ¿no me hacés favor de llevarme a la casa de Rogelio?
-¿Dónde es?- preguntó Raúl.
-En la zona 13- y le dijo más o menos dónde quedaba, según le había dicho Rogelio.
-¡Ah, va, está bueno!- le contestó Raúl-. No hay problema.
Y entonces se pusieron en marcha. Fernando subió al carro de Raúl. Empezaron a andar por calles, avenidas, bulevares, pasos a desnivel… Todos llenos de hoyos en el asfalto, con grietas; iban saltando a cada rato, producto de las irregularidades de las calles. ¡No faltaban los gritos y reclamos de Raúl! Su carro ya hacía suficiente ruido (era un modelo viejo) como para tener que estar saltando a cada rato por el exceso de asfalto rellenando los hoyos.
Fernando apenas se ubicaba; no sabía dónde estaba. Pero Raúl parecía que sí. Incluso parecía que ya sabía dónde estaba exactamente la casa de Rogelio.
-Aquí dicen que asaltan a cada rato- comentó Raúl, para el desagrado de Fernando-. ¡O así dicen, pues! Yo no vengo por acá muy seguido. ¿Qué dirección dice?
Fernando repitió la dirección, y confirmaron que ya estaban cerca.
Frente a ellos había un semáforo. La luz verde brillaba anunciando el caso permitido, hasta que ellos estaban cerca. En ese momento, la luz cambió a roja y se detuvieron, siendo los segundos en la fila que crecía mientras llegaban más automóviles. Sólo un carro los separaba del tráfico que se movía en forma perpendicular a ellos.
De pronto, una motocicleta pasó a su lado. Dos hombres iban en ella; ambos con casco. Uno de ellos se acercó al automóvil que estaba enfrente de Fernando y Raúl, golpeando el vidrio. El otro de los hombres en a motocicleta sacó una pistola, apuntando hacia ese carro, un Volkswagen plateado, muy lujoso.
Fernando vio sorprendido cómo los de la motocicleta asaltaban al tipo del Volskwagen. –Actúa como si nada estuviera pasando-, le dijo Raúl a Fernando-. Así no nos hacen nada a nosotros.
A Fernando no le quedó de otra que actuar como si nada estuviera pasando, mientras los dos ladrones robaban al asustadísimo tipo del Volkswagen, que no paraba de sacar objetos de valor por la ventana: el celular, el reloj, la laptop, una impresora, un maletín, los lentes que llevaba, la billetera, una lonchera con su almuerzo… ¡Y la eterna luz roja nunca cambiaba!
Fernando vio hacia los lados. Los otros conductores y pasajeros observaban la escena con tal frialdad que incluso parecía que aceptaran que robar está bien. Pero sabía, sin necesidad de pensarlo dos veces, que también fingían; que, en el fondo, al igual que Fernando, querían salir de sus autos y atacar a los ladrones; golpearlos hasta que sufrieran por lo que le habían hecho al tipo del Volkswagen, y a mucha gente antes… Pero sabían que, aunque pudieran bajarse del carro, golpearlos no estaba bien. No sabían qué hacer. Estaban asustados. Tenían miedo. Eso pudo notarlo en una niña, que viajaba en un carro verde, que intentaba no llorar frente a los ladrones.
¡Hasta que por fin la luz cambió a verde! Y el tipo del Volkswagen aceleró frenético, huyendo de la escena del crimen, importándole más su vida que su laptop. Fernando pudo respirar otra vez. Nunca había presenciado un robo. Nunca le habían robado, tampoco. Fue una experiencia terrible, e incluso traumática. Nunca iba a olvidar al pobre tipo del Volkswagen que le habían robado la impresora.
Pero por el momento debía ir a la casa de Rogelio, a la cual llegó sin ningún otro inconveniente.

Al día siguiente, Fernando tuvo que regresar a la casa de Rogelio por otro paquete, que le habían dado durante la mañana. Y le volvió a pedir favor a Raúl que lo llevara, quien nuevamente aceptó.
Así que se fueron por la misma ruta que el día anterior. Pasaron por las mismas calles, las mismas avenidas, los mismos hoyos...
Hasta que llegaron al mismo semáforo. Fernando inevitablemente recordó lo sucedido al pobre tipo del Volkswagen. Y, nuevamente, el semáforo los hizo detenerse, otra vez siendo segundos en la fila de espera. Ahora tenían un Volvo azul frente a ellos, también bastante lujoso.
Y la historia comenzó a repetirse tal como había sucedido el día anterior: dos hombres en una motocicleta, ambos con casco. Y se dirigieron a asaltar a la mujer del Volvo. La mujer, histérica, dejó caer el celular en el asfalto, en lugar de dárselo en la mano al ladrón. El ladrón conductor le pegó a la mujer con la pistola. Ella pegó un grito desgarrador en el alma.
Horrorizado, Fernando apartó la vista. Intentaba permanecer indiferente ante la situación, para que los ladrones no se metieran con ellos. No podía dejar de pensar en la pobre mujer estirada del Volvo, que no paraba de llorar histéricamente, gritando tan fuerte como podía, pidiendo ayuda. Los ladrones ahora habían roto un vidrio, sacando todo lo que podían del asiento trasero del auto la mujer.
Viendo a los conductores para distraerse, Fernando vio a la misma niña, en el mismo auto verde, al lado de ellos. Pero ahora la niña parecía menos asustada. Y fue hasta después que Fernando comprendió.
La niña se bajó del auto verde, mientras su mamá le gritaba que no lo hiciera. “¡No!”, gritó Fernando, viendo que la niñita de ocho años se dirigía hacia los delincuentes, decidida a detenerlos.
Entonces todos los conductores y pasajeros empezaron a bajarse de los autos, tratando de evitar que la niña se acercara a ellos. Fernando y Raúl también se bajaron, a pesar de que la luz había cambiado a verde desde hacía un rato.
Ambos ladrones observaron a la niña que se les acercaba, ambos perplejos. La señora del Volvo aceleró descontroladamente, hasta perderse de vista. Pero la gente seguía bajando de los carros, acercándose a los ladrones. Ellos quisieron huir, pero un hombre gordo y fuerte los lanzó de la moto, cayendo bastante cerca de la niña.
La niña sólo los vio, y les dijo, con su tierna e inocente voz, lo que sus padres le enseñaron muy bien: “No robarás”.
Al verse rodeados de tanta gente, los ladrones se dieron cuenta de que no había escapatoria, aunque aún así intentaron escapar. Varias personas los tomaron de brazos y piernas, agitándose para poder escapar, pero era en vano. No iban a escapar. Estaban ya preparados para los golpes y las palizas. El linchamiento era inevitable. Ya podían sentir el dolor.
Pero no lo sentían. Sólo sentían la presión de la gente que los retenía, pero no estaban linchándolos. Sino, más bien, todos los observaban fijamente, sin decir nada, sin hacer nada. Sólo los veían. Los ladrones se asustaron más aún.
Fernando no lo comprendía, pero ya no sentía la necesidad de vengarse con esos dos por lo ocurrido con el tipo del Volkswagen y la mujer del Volvo. Ahora sólo quería que se hiciera verdadera justicia.
Nadie hablaba. Nadie bocinaba. La luz volvió a cambiar a rojo. Todos estaban de acuerdo que no se les haría nada a los ladrones. Y no les hicieron más que llevarlos, a pie, a la estación de policía. Fernando vio cómo se alejaban todas las personas, dirigiéndose a la estación de policía, dejando sus autos y pertenencias en ellos. No les importaba nada más que la justicia verdadera.
Fernando y Raúl regresaron a su auto. Y, justo antes de que Raúl encendiera el motor, Fernando pudo oír a la niña diciéndole a su mamá: “La violencia genera más violencia, mami. Que bonito que nadie les hizo nada a ellos. Yo creo que Dios nos ayudó a todos hoy”.
Fernando escuchó con atención las palabras. Eran palabras muy sabias para una niña de ocho años. Mientras se alejaban del lugar de los hechos, luego de que el semáforo mostrara el verde, Fernando vio cómo la madre abrazaba a su sabia hija.
-No entiendo- dijo Fernando-. Pero, ayer quería golpear a los tipos esos por robarle al tipo del Volkswagen, y por robarle a la mujer del Volvo… Pero hoy no pude hacer nada contra ellos.
-Lo sé- dijo Raúl-. Yo sentía lo mismo… Pero no podemos hacer esas cosas. Somos humanos, ¡no animales! No tenemos porqué reaccionar así contra gente que nos hace daño. Tenemos que hacer las cosas de forma pasiva.
Fernando se sorprendió de lo bien que se expresó Raúl. Y tenía razón. No pueden actuar como animales. Hay que pensar con la cabeza, y no con los puños.
-De todas formas, ¿te das cuenta de que mañana, a esta hora, los dos ladrones podrían estar ya libres?- preguntó Fernando.
-Talvez- dijo Raúl-. Pero esto no va a pasar desapercibido. La gente se va a enterar por las noticias. Si liberan a los ladrones, podés irte preparando para oír acerca de protestas en contra de que los liberaron.
Y Fernando así lo esperaba: que la gente comenzara a actuar, que ya no tuvieran miedo y que se enfrentaran con el problema cara a cara, y que no fingieran que no les importa, o esperar que alguien más haga las cosas. Porque una niñita de ocho años puede ser quien comience esta revolución.

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viernes, 27 de febrero de 2009

Antes y después de Vuelo Perdido

En la entrada anterior les enseñé cómo un avión explota... Pero no fue eso lo primero que escribí. Antes de eso había escrito la primera versión de Adoex Hills. Eso fue lo primero que escribí. Luego, se me ocurrió la idea de crear "Vuelo Perdido", la mini-historia de la entrada anterior. Ahora, les presento algo que escribí el 24 de diciembre de 2008. Ésta se llama "Por 500", y es la historia de un robo frustrado en un banco, con un toque casi cómico; incluso irónico. Aquí se los dejo para que lo lean:

Por quinientos

Así que Fernando abrió la puerta. Después de todo lo que había pasado, era tranquilizador saber que todo estaba por terminar. ¿Acaso había valido la pena? Talvez no; pero algo había aprendido: robar bancos no era nada fácil. Gustavo, Andrea y Verónica caminaban tras él, sin saber exactamente cómo reaccionar. ¿Felices? ¿Nerviosos? ¿Arrepentidos? No lo sabían. Pero Fernando sabía que tenían que estar decepcionados. ¿Robar quinientos quetzales de un banco? ¿Era ese un gran logro? Eran quinientos quetzales que alguien había dejado mal puestos detrás de las cajas. Fue tanto esfuerzo para entrar, para desactivar la alarma, para esquivar las cámaras de seguridad… para haber robado sólo quinientos…
“Hay que repartirlos”, dijo Andrea. “A ver… quinientos entre cuatro… ciento veinticinco para cada uno”.
“Bueno, por lo menos”, dijo Gustavo, tan decepcionado como los demás, colocando los quinientos quetzales sobre la mesa del centro.
“Creo que yo me merezco más”, dijo Verónica, “porque yo desactivé las alarmas”.…`
“Pero yo me encargué de las cámaras”, dijo Gustavo.
“Yo ideé el plan”, reclamó Andrea.
“Yo encontré el dinero”, terminó Fernando. Y todos quedaron callados, sentados en la sala de la casa de Andrea. “¿Qué hacemos, entonces?”
“Quedarnos con ciento veinticinco cada uno”, dijo Andrea.
“Ni modo. Entonces vamos a cambiarlo”, dijo Verónica.
“La tienda de la esquina ya está cerrada. Es la una de la mañana”, observó Fernando.
“Entonces mañana…”, dijo Gustavo. “¿Quién lo va a cambiar mañana?”
“Voy yo”, dijo Andrea.
“Mejor démoselo al más confiable del grupo”, sugirió Verónica.
“Apoyo a Vero” dijo Gustavo. “Démoselo a Fernando”.
“¿A mí?”
“Sí. Sos el más confiable. El que siempre lo hace todo bien. El que nunca dice mentiras. El que no hace nada malo”.
“¡Acabo de robar un banco!”, exclamó Fernando.
“Los cuatro lo robamos”, intentó tranquilizarlo Gustavo, “y eso te pone a nuestro nivel. Así que sos el más confiable de los cuatro. Guardalo vos, y andá a cambiarlo mañana en la mañana”.
“Va, pues”, entonces Fernando se levantó, y tomó los quinientos quetzales de la mesita. “Me voy a mi casa”.
“Te acompaño” dijo Gustavo. “Ya me dio sueño”.
“Por qué no vamos mejor los cuatro a cambiar el dinero, mañana”, dijo Andrea.
“Podemos ir los cuatro”, dijo Verónica, “Pero, ¿por qué no confiás en Fernando?”
“No es que no confíe en él, pero quiero recibir mi parte en el momento”.
“Bueno”, dijo Fernando. “Adiós, entonces”.
Fernando y Gustavo salieron de la casa de Andrea, dejándolas a ella y a Verónica solas.
“¿Creés que nos descubran?” preguntó Verónica. “Es que me da un poco de miedo. Todas esas series de televisión… ¿Será que pasa así?”
“No’mbre. Eso sólo pasa en la tele”, dijo Andrea. “Aquí en Guate no pasa así, que yo sepa. Además, de esas series aprendimos a ocultar cualquier cosa que pudiera delatarnos”.
“Ojalá que sí funcione así, sino, no sé que voy a hacer. ¡A saber qué me da!”.
“No, ¡dejá de preocuparte! Miralo por el lado bueno: ahora tenés ciento veinticinco quetzales más”.
“¡Gano mucho más que eso en una quincena! Talvez no valió el esfuerzo…”
“Talvez no, pero ahora Ya pasó. Dejá de preocuparte.”
Fernando y Gustavo iban caminando hasta donde Fernando había dejado su carro.
“Todavía estoy temblando”, dijo Fernando.
“¿Por qué? Por la emoción de robar un banco, o por el enojo de tener sólo ciento veinticinco?”
“Por las dos. Según yo, ya íbamos a estar camino a Miami a las seis de la mañana”.
“Pero no. ¿Dónde vas a guardar el dinero esta noche?”
“Esta madrugada, talvez. Ya casi son las dos. El dinero lo voy a guardar en mi pantalón, ¿dónde más? Son sólo cinco billetes”.
“¿Y ahí lo vas a dejar? ¿Y si se te cae?”
“¿Y qué si se me cae? Son sólo cinco billetitos que puedo recuperar con trabajos más honrados”.
“Puede ser. Pero no sé… Hay algo raro en ese dinero… Como si fuera malo…”
“Se llama culpa. Yo también la siento”.
“Casi me arrepiento de haber intentado robar ese banco”, dijo Gustavo.
“Yo me arrepiento totalmente”, le respondió Fernando. “Aunque hubiéramos robado millones estuviera arrepentido”.
“Yo sé”.
“No sé cómo me pudieron convencer de hacer esto…”.
“Pero ahora ya pasó”.
“Cuando inventen la máquina del tiempo, voy a regresar y deshacer eso que hice”.
“¿En serio te sentís mal? ¡Si no nos van a encontrar! Qué bueno que vimos todas esas series de crímenes y detectives… Porque así aprendimos a borrar todas las huellas… Y qué bueno que la Vero es buena con eso de las cosas eléctricas… Lo que no me gustó es que la Andrea nos estaba casi gritando cuando estábamos ahí adentro, dándonos órdenes. Me recordó a mi tío que es militar…”
“Yo creo que está un poco loca”, dijo Fernando.
“Pero cae bien cuando está de buenas, o ¿no?”.
“Mmm… Sí”.
Fernando arrancó el carro, y dejó a Gustavo frente a su casa. El resto del camino se fue oyendo el CD que había hecho para su cumpleaños con volumen alto, algo que él nunca hacía.
“Sos tonto”, se dijo en voz alta. “¡¿Cómo se te ocurre robar un banco?! Ya no vas a ser el mismo, yo sé… Vas a ver que eso te va a estar persiguiendo el resto de tu vida... Mañana inventás esa máquina del tiempo”.
Llegó a su casa. Se bajó del carro. Abrió la puerta. Vivía solo. No había nadie a quien saludar, nadie a quien darle explicaciones.
Entró en la cocina y agarró un vaso plástico grande. Lo llenó a la mitad de agua y le echó cuatro cucharadas de leche en polvo. Lo revolvió. Luego echó tanto cereal como pudo, sin que se saliera del vaso. Luego se dio cuenta de lo irónico que era que el vaso en el que iba a comer tenía impreso el logo del banco que acababa de robar. No le importó. Sólo habían sido quinientos quetzales.
Se fue a su cama, encendió la tele y empezó a comer. Hojuelas de trigo azucaradas con sabor a canela y miel de maple. No era su favorito, pero estaba bien.
La madrugada en la televisión: aburrido. No había nada que ver. Excepto en ese canal: el mismo programa que los había inspirado. Ese programa en el que resolvían crímenes, robos, homicidios… ¿Acaso la culpa iba a estarlo persiguiendo?
Seguramente en algún momento ese sentimiento se quedaría ocultado por otros más recientes. Pero sólo estaría oculto, no desaparecido.
Terminó su cereal al mismo tiempo que terminaba el programa policíaco. Se quedó dormido casi al instante.
Los tres distintos sueños que tuvo esa noche se trataban de robar en un banco de cereal con sabor a maple mientras veían el programa de televisión. Talvez los tres sueños más extraños que había tenido. Y al final de los tres sueños los habían capturado. Cuando terminó el último sueño se despertó sudando otra vez, y no pudo volver a dormir. Eran las cinco de la mañana con treinta y siete minutos con quince segundos. ¿Por qué se había fijado en los segundos, si nunca lo hacía? Se quedó en su cama meditando hasta que el sol salió.

Domingo por la mañana. A las siete de la mañana Fernando se levantó a comer cereal. El mismo procedimiento de siempre: vaso, agua, leche, cereal (ésta vez, aritos de chocolate cubiertos de azúcar), revolver, ir a la cama, ver televisión, comer.
Cuando iba por la mitad, su celular vibró, haciendo ruido porque estaba sobre una mesa de madera.
“¿Aló?”, dijo. Era Andrea.
“¿Te acabás de despertar, Fer?”.
“No. Estoy despierto desde hace ratos”, dijo. “¿Qué pasó?”
“Estoy enfrente de tu casa. Salí ya, y vamos a cambiar nuestro dinero”.
“¡Qué obsesión!”, dijo Fernando. “¡Son sólo ciento veinticinco! ¿Acaso necesitás tanto el dinero?”.
“No, pero…”
“¿Pero qué?”, dijo él, acercándose a la ventana para ver el carro de Andrea estacionado frente a su casa. Se sorprendió cuando vio a Verónica y a Gustavo ya adentro. “Ya salgo”, dijo. “Decile a Gustavo que entre, porfa”.
“Vá”, respondió ella, y colgó. Él también colgó. Fue a cambiarse de ropa, peinarse y lavarse los dientes. Gustavo entró.
“¿Qué querés?” preguntó.
“¿A qué hora pasó Andrea a tu casa?”, dijo Fernando.
“Hace una media hora. ¿No creés que está loca? Ni yo me hubiera levantado a esta hora por ciento veinticinco”.
“Te creo. Llevo como diez años de conocerte, y te creo. Pero por ciento cincuenta o doscientos sí lo hubieras hecho”.
“Talvez”.
“Vamos, pues”, dijo Fernando. “Ya estoy. Vamos a cambiar esos billetes. Creo que están malditos”.
Salieron de la casa. Andrea y Verónica fueron en un carro. Gustavo y Fernando en el otro. Dijeron que iban al súper a cambiarlo. Fernando iba liderando el camino. Andrea iba manejando atrás.
Pero Fernando tenía un plan un poco diferente al que habían dicho: Fernando estaba dispuesto a tentar a la suerte.
Llegaron al supermercado. Se bajaron los cuatro de los carros. Y entraron.
Fernando los guió hasta el local adentro del supermercado que era una sucursal del mismo banco que robaron. Bien podían cambiar el billete en cualquier tienda, pero él quería cambiarlo ahí. Igual, eran sólo quinientos quetzales.
Hicieron fila para cambiarlo. Eran las nueve de la mañana, y cerraban a medio día. Entonces era el turno de Fernando. El cajero dijo “Siguiente”. Y él pasó. “¿Qué desea?”, dijo el cajero. “Cambiar unos billetes”, dijo Fernando. El cajero lo vio extrañado. Pero igual lo atendió. Fernando metió la mano en la bolsa del pantalón, y buscó los billetes. Pero no estaban. Buscó en todas las bolsas. Igual, no estaban…
“¡No está!”, dijo Fernando. Los otros tres lo vieron sin expresión. “El dinero no está”.
“¡¿Qué?!”, gritó Andrea. “¿Cómo?”
“Se perdió el dinero”.
“¡Fernando! ¡Te lo dimos porque sos el más confiable!”, dijo ella.
“Pero, Andrea…”, dijo Verónica.
“Tranquilizate”, le dijo Gustavo.
“Eran sólo quinientos”, terminó Fernando.

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Bienvenidos!!!

¡Hola! Les cuento que aquí pueden leer, de ahora en adelante, las historias que he creado... Las que he escrito espontáneamente...
Disfrútenlo... ¡Sé que les va a gustar!
Son pequeñas historias para gente joven, escrita por gente joven...
Bueno, aquí les dejo la primera historia disponible en el blog. Comenten qué les parece:

Vuelo Perdido

Los dos iban bajando por la calle, y vieron hacia el frente. Las luces de la ciudad por la noche brillaban, volviendo naranja las nubes. Se podían distinguir algunas calles cercanas. Las lejanas se veían como miles de puntos. Además, se podía distinguir el aeropuerto casi a la perfección, con sus luces en línea para que los aviones pudieran verlas desde arriba.
En ese momento, los Tres Grandes Aviones estaban despegando, igual que todos los días a esa hora. Se veían tres grupos de luces que ascendían hacia el cielo; algunas encendiéndose y apagándose. Los dos habían visto antes el despegue, por lo que no les pusieron mucha atención. Así que siguieron caminando. Pero, de pronto, uno de los dos vio hacia arriba nuevamente, hacia los aviones, y notó que sólo se veían dos grupos de luces ascendientes. Faltaba el tercer avión. Le avisó a su compañero.
Poco fue el tiempo que tuvieron para reaccionar, pues en el lugar donde debía estar el tercer avión empezó a distinguirse una nube gris, la cual, poco a poco y desde el centro, comenzó a volverse anaranjada. La nube naranja explotó, haciendo que los dos aviones restantes se movieran sin control, iluminando el nublado cielo nocturno.
Muy pronto, la onda expansiva de la explosión los alcanzó a ellos, sintiendo una gran sacudida, al mismo tiempo que los vidrios de las casas junto a ellos vibraban fuertemente. Al mismo tiempo que la onda expansiva alcanzaba cada lugar, las luces se iban apagando, dejando a toda la ciudad bajo una densa oscuridad, sólo aliviada por la luz de la luna que a veces se colaba por entre las nubes.
Los dos, asustados, se quedaron parados donde estaban, paralizados. Desde donde estaban podían ver los restos aún en llamas de los tres aviones, pues los otros dos también habían explotado. Los restos caían sobre la ciudad, obviamente cayendo sobre los edificios y, lamentablemente, sobre la gente dentro de ellos. Mientras los restos caían
El sonido de ambulancias se comenzó a escuchar, acercándose y luego alejándose, dirigiéndose al área donde los incendios comenzaban. Fue entonces cuando la gente empezó a salir de sus casas. “¿Qué pasó?”, decían con la poca luz que había. “Explotaron los aviones”, dijeron algunos que habían visto por la ventana.
Un poco de ceniza comenzó a caer del cielo. Apenas la podían ver.
“¡Qué feo que haya pasado eso!” dijo una niña. Y es que los aviones casi eran un símbolo del país.
“Nunca había pasado algo así”, dijo una anciana. “Por eso dicen que la tecnología es mala”.
“Pero no es eso lo que importa”, dijo un señor, ”sino toda la gente que iba allí. ¡Están muertos!”
“Creo que mi esposo estaba ahí”, dijo una señora, hablando tranquila, para convencerse de que no estaba. Aún así no estaba segura.
Entonces los dos siguieron bajando por la calle, hasta llegar a su casa. Eran vecinos. La madre de uno estaba afuera, en la puerta.
“¡M’ijo, estás bien!”, dijo ella. “Creí que ya estabas en el aeropuerto”.
“Es que se me olvidó el pasaporte aquí en la casa. Y tenía que volver”, respondió su hijo. “Así que perdí el vuelo de esta noche. Yo creo que tuve suerte”


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