El Asalto
Fernando apenas conocía la capital. Sólo conocía los lugares donde necesitaba estar, como la casa de sus tíos, o el colegio de su hermana. Pero, de ahí, no conocía mucho.
Pero necesitaba dejar un paquete en la casa de un amigo que vivía en la zona 13. Una de las zonas que menos conocía.
-Raúl- dijo-, ¿no me hacés favor de llevarme a la casa de Rogelio?
-¿Dónde es?- preguntó Raúl.
-En la zona 13- y le dijo más o menos dónde quedaba, según le había dicho Rogelio.
-¡Ah, va, está bueno!- le contestó Raúl-. No hay problema.
Y entonces se pusieron en marcha. Fernando subió al carro de Raúl. Empezaron a andar por calles, avenidas, bulevares, pasos a desnivel… Todos llenos de hoyos en el asfalto, con grietas; iban saltando a cada rato, producto de las irregularidades de las calles. ¡No faltaban los gritos y reclamos de Raúl! Su carro ya hacía suficiente ruido (era un modelo viejo) como para tener que estar saltando a cada rato por el exceso de asfalto rellenando los hoyos.
Fernando apenas se ubicaba; no sabía dónde estaba. Pero Raúl parecía que sí. Incluso parecía que ya sabía dónde estaba exactamente la casa de Rogelio.
-Aquí dicen que asaltan a cada rato- comentó Raúl, para el desagrado de Fernando-. ¡O así dicen, pues! Yo no vengo por acá muy seguido. ¿Qué dirección dice?
Fernando repitió la dirección, y confirmaron que ya estaban cerca.
Frente a ellos había un semáforo. La luz verde brillaba anunciando el caso permitido, hasta que ellos estaban cerca. En ese momento, la luz cambió a roja y se detuvieron, siendo los segundos en la fila que crecía mientras llegaban más automóviles. Sólo un carro los separaba del tráfico que se movía en forma perpendicular a ellos.
De pronto, una motocicleta pasó a su lado. Dos hombres iban en ella; ambos con casco. Uno de ellos se acercó al automóvil que estaba enfrente de Fernando y Raúl, golpeando el vidrio. El otro de los hombres en a motocicleta sacó una pistola, apuntando hacia ese carro, un Volkswagen plateado, muy lujoso.
Fernando vio sorprendido cómo los de la motocicleta asaltaban al tipo del Volskwagen. –Actúa como si nada estuviera pasando-, le dijo Raúl a Fernando-. Así no nos hacen nada a nosotros.
A Fernando no le quedó de otra que actuar como si nada estuviera pasando, mientras los dos ladrones robaban al asustadísimo tipo del Volkswagen, que no paraba de sacar objetos de valor por la ventana: el celular, el reloj, la laptop, una impresora, un maletín, los lentes que llevaba, la billetera, una lonchera con su almuerzo… ¡Y la eterna luz roja nunca cambiaba!
Fernando vio hacia los lados. Los otros conductores y pasajeros observaban la escena con tal frialdad que incluso parecía que aceptaran que robar está bien. Pero sabía, sin necesidad de pensarlo dos veces, que también fingían; que, en el fondo, al igual que Fernando, querían salir de sus autos y atacar a los ladrones; golpearlos hasta que sufrieran por lo que le habían hecho al tipo del Volkswagen, y a mucha gente antes… Pero sabían que, aunque pudieran bajarse del carro, golpearlos no estaba bien. No sabían qué hacer. Estaban asustados. Tenían miedo. Eso pudo notarlo en una niña, que viajaba en un carro verde, que intentaba no llorar frente a los ladrones.
¡Hasta que por fin la luz cambió a verde! Y el tipo del Volkswagen aceleró frenético, huyendo de la escena del crimen, importándole más su vida que su laptop. Fernando pudo respirar otra vez. Nunca había presenciado un robo. Nunca le habían robado, tampoco. Fue una experiencia terrible, e incluso traumática. Nunca iba a olvidar al pobre tipo del Volkswagen que le habían robado la impresora.
Pero por el momento debía ir a la casa de Rogelio, a la cual llegó sin ningún otro inconveniente.
Al día siguiente, Fernando tuvo que regresar a la casa de Rogelio por otro paquete, que le habían dado durante la mañana. Y le volvió a pedir favor a Raúl que lo llevara, quien nuevamente aceptó.
Así que se fueron por la misma ruta que el día anterior. Pasaron por las mismas calles, las mismas avenidas, los mismos hoyos...
Hasta que llegaron al mismo semáforo. Fernando inevitablemente recordó lo sucedido al pobre tipo del Volkswagen. Y, nuevamente, el semáforo los hizo detenerse, otra vez siendo segundos en la fila de espera. Ahora tenían un Volvo azul frente a ellos, también bastante lujoso.
Y la historia comenzó a repetirse tal como había sucedido el día anterior: dos hombres en una motocicleta, ambos con casco. Y se dirigieron a asaltar a la mujer del Volvo. La mujer, histérica, dejó caer el celular en el asfalto, en lugar de dárselo en la mano al ladrón. El ladrón conductor le pegó a la mujer con la pistola. Ella pegó un grito desgarrador en el alma.
Horrorizado, Fernando apartó la vista. Intentaba permanecer indiferente ante la situación, para que los ladrones no se metieran con ellos. No podía dejar de pensar en la pobre mujer estirada del Volvo, que no paraba de llorar histéricamente, gritando tan fuerte como podía, pidiendo ayuda. Los ladrones ahora habían roto un vidrio, sacando todo lo que podían del asiento trasero del auto la mujer.
Viendo a los conductores para distraerse, Fernando vio a la misma niña, en el mismo auto verde, al lado de ellos. Pero ahora la niña parecía menos asustada. Y fue hasta después que Fernando comprendió.
La niña se bajó del auto verde, mientras su mamá le gritaba que no lo hiciera. “¡No!”, gritó Fernando, viendo que la niñita de ocho años se dirigía hacia los delincuentes, decidida a detenerlos.
Entonces todos los conductores y pasajeros empezaron a bajarse de los autos, tratando de evitar que la niña se acercara a ellos. Fernando y Raúl también se bajaron, a pesar de que la luz había cambiado a verde desde hacía un rato.
Ambos ladrones observaron a la niña que se les acercaba, ambos perplejos. La señora del Volvo aceleró descontroladamente, hasta perderse de vista. Pero la gente seguía bajando de los carros, acercándose a los ladrones. Ellos quisieron huir, pero un hombre gordo y fuerte los lanzó de la moto, cayendo bastante cerca de la niña.
La niña sólo los vio, y les dijo, con su tierna e inocente voz, lo que sus padres le enseñaron muy bien: “No robarás”.
Al verse rodeados de tanta gente, los ladrones se dieron cuenta de que no había escapatoria, aunque aún así intentaron escapar. Varias personas los tomaron de brazos y piernas, agitándose para poder escapar, pero era en vano. No iban a escapar. Estaban ya preparados para los golpes y las palizas. El linchamiento era inevitable. Ya podían sentir el dolor.
Pero no lo sentían. Sólo sentían la presión de la gente que los retenía, pero no estaban linchándolos. Sino, más bien, todos los observaban fijamente, sin decir nada, sin hacer nada. Sólo los veían. Los ladrones se asustaron más aún.
Fernando no lo comprendía, pero ya no sentía la necesidad de vengarse con esos dos por lo ocurrido con el tipo del Volkswagen y la mujer del Volvo. Ahora sólo quería que se hiciera verdadera justicia.
Nadie hablaba. Nadie bocinaba. La luz volvió a cambiar a rojo. Todos estaban de acuerdo que no se les haría nada a los ladrones. Y no les hicieron más que llevarlos, a pie, a la estación de policía. Fernando vio cómo se alejaban todas las personas, dirigiéndose a la estación de policía, dejando sus autos y pertenencias en ellos. No les importaba nada más que la justicia verdadera.
Fernando y Raúl regresaron a su auto. Y, justo antes de que Raúl encendiera el motor, Fernando pudo oír a la niña diciéndole a su mamá: “La violencia genera más violencia, mami. Que bonito que nadie les hizo nada a ellos. Yo creo que Dios nos ayudó a todos hoy”.
Fernando escuchó con atención las palabras. Eran palabras muy sabias para una niña de ocho años. Mientras se alejaban del lugar de los hechos, luego de que el semáforo mostrara el verde, Fernando vio cómo la madre abrazaba a su sabia hija.
-No entiendo- dijo Fernando-. Pero, ayer quería golpear a los tipos esos por robarle al tipo del Volkswagen, y por robarle a la mujer del Volvo… Pero hoy no pude hacer nada contra ellos.
-Lo sé- dijo Raúl-. Yo sentía lo mismo… Pero no podemos hacer esas cosas. Somos humanos, ¡no animales! No tenemos porqué reaccionar así contra gente que nos hace daño. Tenemos que hacer las cosas de forma pasiva.
Fernando se sorprendió de lo bien que se expresó Raúl. Y tenía razón. No pueden actuar como animales. Hay que pensar con la cabeza, y no con los puños.
-De todas formas, ¿te das cuenta de que mañana, a esta hora, los dos ladrones podrían estar ya libres?- preguntó Fernando.
-Talvez- dijo Raúl-. Pero esto no va a pasar desapercibido. La gente se va a enterar por las noticias. Si liberan a los ladrones, podés irte preparando para oír acerca de protestas en contra de que los liberaron.
Y Fernando así lo esperaba: que la gente comenzara a actuar, que ya no tuvieran miedo y que se enfrentaran con el problema cara a cara, y que no fingieran que no les importa, o esperar que alguien más haga las cosas. Porque una niñita de ocho años puede ser quien comience esta revolución.
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4 comentarios:
aaaaay, esta historia no sé por qué.. pero me encanta. :) Yo soy fan de las historias de Diego. (esa afirmación voy a ir a poner al cartel de psico!! :P jaja )
Esta historia esta muy buena, y pz es muy cierto; no se puede enfrentar la violencia con más violencia. Mano si sos bien creativo y me gustan tus historias cortas. :D
Pregunto.... ¿Eso pasó en serio?
La verdad me agradó el grado de conciencia social de la niña pues... es una revolucionaria jajaja creo que se lee bien izquierdista =P bueno el punto es que esta chiva tu historia
No sé si la niña sea izquierdista... Y yo no estoy a favor de ninguna de esas cosas; simplemente quise enseñarle a la gente que la violencia puede combatirse de otras maneras, aunque no sé cuales...
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